lunes, marzo 20, 2006

Exaltacion de la amistad en el Rodero


Pasaban unos minutos de las diez de la noche cuando Verónica nos recibió en la entrada del restaurante.
Nos acompaño hasta la mesa preparada para la ocasión y cada uno de nosotros tomó asiento.
Alberto, Lontxo, Pepe, Eugenio, Lato, Txuma, Pachi, Nicolás y yo, esperamos la entrada de los rezagados, Félix y Eusebio.
El ambiente del restaurante y nuestra ubicación hicieron posible que enseguida nos enfrascáramos en conversaciones animadas y discusiones apasionadas. Como todos nos conocemos, y son habituales las reuniones, parecía que iba a ser una velada normal, una más. Pero no, no señores. Estábamos en el Rodero y se notaba cierta expectación. Como una buena tarde de toros en las Ventas, sin sol ni moscas, todos esperábamos algo. En la atmósfera flotaba la curiosidad y una cierta preocupación. Estamos acostumbrados a torear, pero una plaza así merece cierta responsabilidad.
El servicio, muy agradable, y muy femenino, nos empezó a mimar desde su profesionalidad.
Un aperitivo de bienvenida a base de gelatina de gintonic activó nuestras papilas, saladas por unos curiosos frutos secos servidos a la par.
En una esquina aguardaban, reposando en una cubitera, una botellas de Palacio de Bornos, alegre, fresco y frutal. Rueda elegido para acompañar los primeros platos del menú.
Presentado sin su crema, y posteriormente añadida, empezamos degustando una cuajada de coco con berberechos, huevas de trucha y crema caliente de erizos de mar. División de opiniones ante la explosión de mar y coco, contra el paladar.
Una ensalada de hortalizas y langostinos con crema de quesos y wasabi (condimento japonés extraído de un nabo muy picante), levantó los primeros olés de la mesa.
Con ese toque oriental subiendo todavía por nuestra nariz, algunos ya solicitamos un toque de timbales para cambiar del blanco al tinto. Y que tinto, señores. Nada más y nada menos, que un Pujanza 2001. Impresionante por todo. Su color, aromas y paso en boca fueron el complemento perfecto de los platos que siguieron.
Vieira, espinaca y calabaza con crema de su coral y mandarina. Gran quite por gaoneras para dar paso a las raciones principales. La vieira estaba en su punto y fue la revolera que faltaba para rematar la serie.
El hablar más lento, los ojos chispeantes y una relajación en los temas de conversación resumían el estado placentero en que nos encontrábamos.
En ese instante, descorchando algún Pujanza más, se sirvió una merluza con velouté de hongos y agridulce de cigalas y naranja. No recuerdo los hongos. Pero que más da un trincherazo después de una soberbia tanda de naturales. Pues eso.
Antes de los postres, carré de cordero de la Bardena con patata ahumada y ontina. Y más Pujanza. Gran pase de pecho, con el toro apretando para los adentros.
Y fue este momento, previo a lo dulce, cuando verdaderamente nos dimos cuenta de que estábamos dándonos un autentico homenaje en el Rodero. Las palabras brotaban fáciles y cualquier idea, por muy descabellada, era la más coherente. Fue Nicolás, creo. O yo al menos lo quise oír. Nos faltaba rematar la faena si queríamos los triunfos.
Se escucho el mismo murmullo que cuando Cagancho asomaba la cabeza por la puerta de cuadrillas. No es de capa negra, pero casi. Elegante, aromático, sabroso, goloso.
Apareció en la sala una botella de Pujanza Norte, creíamos, como culminación de la noche. Desconcierto inicial y aprobación para uno de los mejores vinos de nuestra vida, y sin saberlo.
Dos postres nos bajaron de nuevo a la tierra. Postres celestiales. Helado de lavanda con tomate, aloe vera y sopa de vino tinto. Tengo disculpa, de nuevo, al no recordar la lavanda ni el aloe vera. Otro más. Manjar blanco de almendra con toffe de amaretto y sorbete de salvia. Lo mismo. Tantas sensaciones en tan corto espacio de tiempo bloquearon mis circuitos.
Creo que estuve consciente en todo momento, pero me preocupó saber como llegó al centro de la mesa, otro postre. Sobre una cucharilla levitaba una ola de chocolate puro y en una copa, una gelatina roja, como una muleta doblada, escondía unos matices, que mentiría, si dijera que sé lo que era. Sin palabras, sin adjetivos.
Rebuscaba mi pañuelo para pedir el indulto. Borracho, embriagado de placer. No cabía más. Insuperable.
Algo faltaba. Un Mancuso pletórico. Un garnacha laureado. Licoroso. Potente. Aromático. El final deseado para cualquier amante del vino. Despedida soñada para un homenaje gastronómico y enológico.
Con el ambiente cargado, nebuloso. Observando a Goretti, a lo lejos, colocando las servilletas higiénicamente sobre el mantel, ayudándose de algo parecido a unas pinzas. Llegaron los cafés, pacharanes, gintonics, armagnacs, cohíbas y davidoffs.
En la despedida la familia Rodero, salvo Koldo ya descansando, departió con nosotros, a pesar de la hora.
Exaltación absoluta de la amistad, algún jarro por esos antros decadentes de Pamplona y la satisfacción final de haber invertido un trocito de nuestra vida en disfrutar de y con los amigos.
A las 5.00h de la madrugada, por el Parque de Yamaguchi, frente al planetario, con la fina lluvia y una alondra como compañeros de viaje, recibí una llamada.
Fue el colofón que fortalecía mi convicción de que hay momentos y gentes que merecen mucho la pena.

5 comentarios:

Jorge Castilla dijo...

Eso no es una cena, a eso le llamaría una gran corrida en la Plaza de Toros de la Real Maestranza de Caballeria de Sevilla, en la feria de abril. Lo que pasa que os habeis adelantado un mes, más o menos.
Me alegro de que lo pasariais muy bien.
Abrazos.

La Guarda de Navarra dijo...

Lo pasamos, creo, que muy, muy, bien.
Hubieras disfrutado con nosotros y nosotros contigo.

Anónimo dijo...

Poco tiene que ver eso con una de las famosas cenas de "ceritos" ¿no?

Yo que tú, lo propondría para la próxima.

La Guarda de Navarra dijo...

Las cenas de ceritos son mas espirituales. En estas los celestial se vuelve tangible. Comible y bebible.

Anónimo dijo...

Que las cenas de ceritos sean espirituales me tiene desconcertado. De todos modos se nota que lo pasaste bien en el Rodero. Un poco de envidia si que da.