martes, enero 24, 2006

Garnacha Princesa


Érase una vez un terreno de collados en alguna provincia deprimida de nuestra querida España.
En sus laderas escarpadas se sujetaban, ancladas firmemente, con sus profundas raíces, unas viejas cepas de garnacha. Cientos o incluso miles. Eran tan viejas que algunos las conocían como prefiloxéricas. En términos humanos, tendrían más de un siglo.
En lo alto, crecían altivas sus primas francesas. Habían venido para una temporada, y ahí seguían. Para colmo, recibían todas las atenciones del dueño y señor, el viñador.
En cambio, nuestras olvidadas y desfavorecidas garnachas, sólo absorbían el cariño y la energía del sol. La naturaleza, como hada madrina, las protegía de los vientos y de las heladas, debido a su estratégica ubicación.
A las otras, era el hombre el que las mimaba y les prestaba todo tipo de cuidados.
Durante la poda, sin opción a otro tipo de herramienta, por lo inclinado del terreno, les cortaban los sarmientos con unas tijeras roñosas y poco afiladas. Les producían heridas, que tardaban en cicatrizar casi hasta la primavera. Para sus primas utilizaban unas podadoras especiales que prácticamente las acariciaban.
Todas lloraban, pero unas eran de dolor y tristeza, y otras, de felicidad, por sentirse tan bien tratadas y reconocidas.
El hombre no araba la tierra que las sustentaba, no les realizaba labor alguna. No eran rentables.
Llegada la primavera no se preocupaban de sus brotes, de su floración. No vigilaban sus incipientes racimos. No importaba si granaban con normalidad o si el envero cumplía el ciclo sin sobresaltos.
Por eso, tal vez, observaban con cierta envidia, como a las francesitas les otorgaban todos los privilegios, incluso tratamientos para posibles ataques de hongos u otro tipo de bichitos.
Así cualquiera, solían comentar resignadas.
Y en la vendimia, mas de lo mismo, en lo alto del collado, todo era una fiesta. Se escuchaba como la gente cantaba alegres jotas y el barullo de la carga y el transporte. A la ladera solo se asomaban dos personas. Para coger dos, o a lo sumo, tres kilos por cepa, no hacía falta mayor despliegue logístico.
Si no había sorpresas, y según noticias que venían de Madrid y de Europa, este iba a ser el último año de las desterradas cepas. Al señor le iban a subvencionar si se deshacía de ellas. Las iban a arrancar. Su suerte estaba echada. Sin un mínimo agradecimiento, les daban el pasaporte al infierno. El poder de un milagro conseguiría hacer que el viñador desechara la idea de engrosar su bolsillo con dinero público y cambiara de opinión.
Y como en todos los cuentos, apareció el príncipe que todos esperaban. No venía a caballo, más bien sobre trescientos caballos. A bordo de su BMW X8, pasaba a diario camino de su bodega y estaba profundamente enamorado de aquella ladera, de su orientación, de la variedad que en ella dormía. Dos reuniones y una oferta. Con un beso imaginario rescato a las garnachas y terminó con la pesadilla. Tenía ambición y claros objetivos. Quería elaborar un vino elegante y original, alcanzaría el éxito y el reconocimiento del mundo.
Así fue y, vivieron felices durante el resto de sus vidas.
Por cierto, a sus primas francesas nadie las recuerda, cada tres años una helada les hacía perder la cosecha, y si no, el granizo. Hoy reposan bajo el “chateau” y sus raíces discurren paralelas a los cimientos, junto a la nave de crianza, que el “príncipe” mando construir para nuestra princesa garnacha.

1 comentario:

Jorge Castilla dijo...

No eres romanticón ni nada.
Saludos