jueves, enero 12, 2006

Caudalia celestial


Todo transcurrió tan rápido, que no tuve tiempo de reaccionar.
Paseaba por un sendero en el termino llamado Pago Malarina, jurisdicción del pueblo de Laguardia, para mas señas. Eran las once de la mañana de un domingo de enero. Intuía que el sol lucía sobre mí, pero la espesa niebla que cubría el campo no permitía ver más allá de seis pasos. La humedad del ambiente traspasaba el grueso gabán y helaba los huesos, frágiles debido a la edad y a los años de trabajo a la intemperie. Resultado de la dedicación, en cuerpo y alma, a las viñas.
Todo estaba blanco, un blanco escarchado. Los árboles eran de cristal, y de los postes de la luz, colgaban carámbanos de mas de cinco palmos. Las hierbas del camino se fracturaban a cada pisada. Ningún animal se había decidido a salir de su refugio ante aquel panorama. Recuerdo el aspecto de una cepa, aún sin podar, no había nada más bello, y con más diseño, ni en el MoMa de Nueva York. La naturaleza es sabía y muy buena artista, pensé.
Abandonando el camino estrecho, y girando a la derecha, se anchaba la senda. Una sombra apareció de repente, era grande, caminaba con dificultad y en sus manos portaba algo, que por la postura, era un arma. Una escopeta presentaba a su dueño, era El Cazador.
Conocido en toda la comarca, era una gran persona, en todos los aspectos, por su tamaño, y por su bondad y dedicación a los demás. La vida, algo desordenada, le había pasado factura, le delataba su manera de andar, arrastrando su pie izquierdo. Pero no era razón para quedarse en casa mientras perdices y conejos campaban a sus anchas por la extensa comarca.
Nos saludamos con un leve movimiento de cabeza, intercambiamos algunas frases relativas al tiempo y a la perdiz, que colgaba junto a la canana, y continuamos nuestros respectivos caminos.
Me pregunté como habría matado aquel bonito macho, con la niebla que hacía y sin perro. Conociéndole mejor ni imaginarlo.
Durante unos kilómetros, aprovechando el silencio reinante, me dedique a meditar sobre los años pasados por estos lugares. Me asaltaban recuerdos de niñez y cualquier objeto me servía de referencia del pasado, feliz pasado, en esta tierra de rioja alavesa.
El astro rey consiguió abrirse paso y cegó por un momento mi vista. La imagen era curiosa, el resplandor iluminaba con potencia la dirección de la marcha, mientras, a mis espaldas una cortina blanquecina daba paso a la espesura de la niebla.
Enseguida comprendí el significado de aquel fenómeno, alguien me comunicaba la entrada en otro escenario, Vallobera.
Los sarmientos de las cepas, fantasmas de lo que fue una gran cosecha, todavía húmedos, recibían con jubilo la luz del día. Las laderas y los barrancos absorbían la energía calentando la tierra y las profundas raíces.
Una chapa en el suelo reverberaba y me hacía señales que despertaron mi curiosidad. Las iniciales JSP, de una conocida bodega del pueblo, me recordaron aquel anuncio de televisión, joven sobradamente preparado. Tal vez quisiera decir eso.
En lo alto de un pequeño cerro destacaba una chabola construida con piedras, lugar de resguardo y cobijo de el agua y el granizo de tormentas inesperadas. Por su estrecha y pequeña puerta, un brillo excepcional se proyectaba desde su interior.
Un tesoro estaba a punto de ser descubierto, subí por un ribazo empinado, tomillos y espinos marcaban mi ascenso, grietas y cicatrices de la tierra, cauces improvisados de pequeñas riadas, favorecían la fijación de las botas.
Una botella de líquido dorado yacía sobre sedas de colores, mientras mariposas de alas amarillas se agitaban revoloteando alrededor.
Vino blanco de los dioses, fruto de uva viura, con raza, vino armónico y aromático donde los haya. Caudalia, era el nombre para la ocasión.
Y cuando me disponía a descorcharla y a derramar su elixir dentro de mi garganta, un ensordecedor crujido procedente de las alturas paralizó mis músculos. El azul del cielo se resquebrajó, una mano, que llevaba asociada una llave, apareció y agarró con fuerza el cuello, justo por debajo del gollete. En un abrir y cerrar de ojos, y siguiendo una estela nebulosa, la botella desapareció.
En el ambiente quedó un aroma a flores silvestres y a azahar, el azul celeste se uniformó y allí me quedé, sentado, confuso, y con las ganas de haber probado aquel delicioso blanco riojano alavés.

3 comentarios:

Jorge Castilla dijo...

Oye..., me gusta como lo has redactado. Esta muy bien la descrpción. Sigue así y continuaré leyendo los artículos.
Abrazos
Jorge

Anónimo dijo...

Gracias. Mi intención es mejorar, y sobre todo que os gusten.
Que sepas que la carta de reyes se ha hecho realidad y hoy he recibido el regalo de sus majestades.El blog funciona, solo hay que alimentarlo con contenidos que capten la atención de los que me visitan.

Anónimo dijo...

Menuda imaginación tienes chatin. Con esa cratividad conseguiras que mucha gente se interese porlos caldos de esa maravilllosa tierra.un saludo