Aquel día de junio del 67, cuando vi la luz en Laguardia, mis padres no podían haber elegido mejor sitio.
A pesar de donde nos lleve, o secuestre, la historia siempre estaré orgulloso de mi pueblo. Siempre reconoceré mis raíces y nunca renegaré de mi profundo sentimiento riojano alavés.
Si, riojano alavés, de la Rioja Alavesa, de pura cepa. Y no de otro utópico lugar.
Desde la niñez cualquier laguardiense reconoce el aroma de la uva, del vino, de la fermentación, del “tufo”.
La uva se entraba al pueblo en comportones, o comportas, por las calles hasta las casas que tenían lago o lagar.
Veíamos a nuestros vecinos pisar los granos rebosantes de mosto y remontar toda la pasta a golpe de horquillo. Hundían sus cansados pies morados, púrpuras, mientras el sonido salvador de aquellos ventiladores gigantes mantenía el aire menos envenenado.
Jugar a tomar y defender castillos de montones de racimos prensados, de orujas, producía una perspectiva distinta del olor a pasificado.
Todo el pueblo era vino. Se respiraba vino, se palpaba el vino.
La viña y la vendimia eran un juego cíclico y necesario. Ahora nuestros pequeños tienen, desgraciadamente para ellos, menos acceso a ese amplio universo de sensaciones.
Pueblo es igual a amigos. Amigos es sinónimo de fiestas, de merendolas. Desde críos nuestros mayores nos dejaban compartir otros productos de la uva. Mosto, moscatel, funchín y mistela.
Creciendo, alguno se atrevía a coger de la despensa del padre algún vino de lágrima y, a pesar de su escasa potencia, rebajarlo con agua o gaseosa. Con catorce o quince años, si alguien “requisaba” una botella de vino corazón para acompañar unas sopas de ajo en San Blas o unos caracoles por San Prudencio era fiesta nacional. ¡Como entendíamos, sin entender!
La primera melopea involuntaria, en general, se debía al dulzón y fresco Zurracapote durante las fiestas de San Juan y San Pedro, donde el vino era el verdadero protagonista junto a azúcar, limón y canela.
Ya en la mayoría de edad y tras leves escarceos con marianitos (de vermú) y zuritos (cortos de cerveza), uno se da cuenta que lo sano y natural es potear por los bares del pueblo con buen vino de cosechero. Vino joven, maceración carbónica en general, excelente para poder echarse unos cuantos sin perjuicio de la salud y el bolsillo.
Acostumbrado el paladar a lo natural, sin aditivos, no es de extrañar que las primeras citas con vinos con bouquet parecieran algo desagradables. Yo me acostumbré pronto pero conozco quien todavía es incapaz de tomarse un crianza por, dice, los efectos negativos en su salud.
Para terminar y ceñirme a la propuesta del Vizcayno podría decir que el vino que abrió mis ojos al universo enológico fue el que más se bebe en mi tierra. Cualquier vino joven, de cosechero, hecho con cariño y sin mucha producción. Vino convincente, fácil, ideal para almuerzos suculentos, comidas copiosas, meriendas con la cuadrilla o cenas de restaurante con mantel de hilo. Vino de color casi violeta, púrpura, con poca capa. Nariz franca, fresca, donde regalices, frambuesas y moras nadan con autentica libertad. Boca amable, con ligera astringencia y frescura milagrosa. Vino para todo y para todos.
La Guarda de Navarra acaba de vibrar con la selección de España, la de fútbol. Brindo con todos por el triunfo y me acuerdo de aquellos que tenían preparado celebrar su derrota. ¡Que les den!
Un Rioja Alavesa por la “roja” y por todos los que participamos en esta edición de Iberoamérica en cata.
¡Viva España!
A pesar de donde nos lleve, o secuestre, la historia siempre estaré orgulloso de mi pueblo. Siempre reconoceré mis raíces y nunca renegaré de mi profundo sentimiento riojano alavés.
Si, riojano alavés, de la Rioja Alavesa, de pura cepa. Y no de otro utópico lugar.
Desde la niñez cualquier laguardiense reconoce el aroma de la uva, del vino, de la fermentación, del “tufo”.
La uva se entraba al pueblo en comportones, o comportas, por las calles hasta las casas que tenían lago o lagar.
Veíamos a nuestros vecinos pisar los granos rebosantes de mosto y remontar toda la pasta a golpe de horquillo. Hundían sus cansados pies morados, púrpuras, mientras el sonido salvador de aquellos ventiladores gigantes mantenía el aire menos envenenado.
Jugar a tomar y defender castillos de montones de racimos prensados, de orujas, producía una perspectiva distinta del olor a pasificado.
Todo el pueblo era vino. Se respiraba vino, se palpaba el vino.
La viña y la vendimia eran un juego cíclico y necesario. Ahora nuestros pequeños tienen, desgraciadamente para ellos, menos acceso a ese amplio universo de sensaciones.
Pueblo es igual a amigos. Amigos es sinónimo de fiestas, de merendolas. Desde críos nuestros mayores nos dejaban compartir otros productos de la uva. Mosto, moscatel, funchín y mistela.
Creciendo, alguno se atrevía a coger de la despensa del padre algún vino de lágrima y, a pesar de su escasa potencia, rebajarlo con agua o gaseosa. Con catorce o quince años, si alguien “requisaba” una botella de vino corazón para acompañar unas sopas de ajo en San Blas o unos caracoles por San Prudencio era fiesta nacional. ¡Como entendíamos, sin entender!
La primera melopea involuntaria, en general, se debía al dulzón y fresco Zurracapote durante las fiestas de San Juan y San Pedro, donde el vino era el verdadero protagonista junto a azúcar, limón y canela.
Ya en la mayoría de edad y tras leves escarceos con marianitos (de vermú) y zuritos (cortos de cerveza), uno se da cuenta que lo sano y natural es potear por los bares del pueblo con buen vino de cosechero. Vino joven, maceración carbónica en general, excelente para poder echarse unos cuantos sin perjuicio de la salud y el bolsillo.
Acostumbrado el paladar a lo natural, sin aditivos, no es de extrañar que las primeras citas con vinos con bouquet parecieran algo desagradables. Yo me acostumbré pronto pero conozco quien todavía es incapaz de tomarse un crianza por, dice, los efectos negativos en su salud.
Para terminar y ceñirme a la propuesta del Vizcayno podría decir que el vino que abrió mis ojos al universo enológico fue el que más se bebe en mi tierra. Cualquier vino joven, de cosechero, hecho con cariño y sin mucha producción. Vino convincente, fácil, ideal para almuerzos suculentos, comidas copiosas, meriendas con la cuadrilla o cenas de restaurante con mantel de hilo. Vino de color casi violeta, púrpura, con poca capa. Nariz franca, fresca, donde regalices, frambuesas y moras nadan con autentica libertad. Boca amable, con ligera astringencia y frescura milagrosa. Vino para todo y para todos.
La Guarda de Navarra acaba de vibrar con la selección de España, la de fútbol. Brindo con todos por el triunfo y me acuerdo de aquellos que tenían preparado celebrar su derrota. ¡Que les den!
Un Rioja Alavesa por la “roja” y por todos los que participamos en esta edición de Iberoamérica en cata.
¡Viva España!